“Es, por tanto, una de las necesidades de nuestro tiempo vigilar y trabajar con todo esfuerzo para que el cinematógrafo no siga siendo escuela de corrupción, sino que se transforme en un precioso instrumento de educación y de elevación de la humanidad”

S.S. Pío XI



“Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”.

S. S. Pío XII

martes, 3 de diciembre de 2013

UN NUEVO COMIENZO



LO QUE FALLA EN EL MUNDO





Cuentan de G. K. Chesterton que cuando el diario The Times lo invitó, junto con otros autores eminentes, a escribir ciertos ensayos en respuesta a la pregunta “¿Qué es lo que falla en el mundo?” su contribución tomó forma de carta:

Dear Sirs,
I am.
Sincerely yours,
G. K. Chesterton

Que en castellano vendría a ser más o menos:

Apreciados Señores,
Yo.
Les Saluda atentamente,
G.K. Chesterton

El “príncipe de las paradojas” fue capaz de sintetizar de esta forma tan particular lo que, en el fondo, es la respuesta bíblica.
¿Qué falla en el mundo? ¿Dónde está el problema? Son preguntas a las que toda forma de pensamiento debe dar respuesta. Todos tenemos la sensación de que ha habido alguna clase de “fractura”, y seguro que nos hemos preguntado alguna vez porqué las cosas en nuestro mundo no son como deberían ser.
Como dijo Jesús, buscar fuera de nosotros mismos no nos dará la respuesta, sino que es de nuestro corazón que proviene toda clase de injusticias (Mateo 15:19)
Sólo el Evangelio va a la raíz del problema y produce un cambio en nuestro interior que tiene consecuencias en el exterior. Los problemas siempre suelen ser culpa de otros, nuestro dedo enseguida señala hacia los demás. Pero el Evangelio nos hace realizar un duro, pero en el fondo realista, ejercicio de autocrítica. Es verdad, somos más pecadores de lo que creíamos… pero cuando aceptamos esa verdad Jesús nos sale al encuentro para decirnos que también somos más amados por Dios de lo que creíamos.


(Tomado de un blog no católico)

jueves, 28 de noviembre de 2013

DE LA FUNCIÓN SAGRADA EN LOS HÉROES DEL CINE


"El manantial", de King Vidor, 1949, y "Vértigo", de Alfred Hitchcock, 1958.


DOS CUESTIONES HITCHCOCKIANAS DISPUTADAS





VÉRTIGO: FINAL ALTERNATIVO

Debajo puede verse el final que le hicieron filmar a Hitchcock y que se difundió originalmente en algunos pocos países, para mostrar de esa manera que “el crimen siempre paga”. Como podrá verse, es un final tonto y que aleja al espectador del verdadero tema y drama de la película, el cual queda “en suspenso” en el final que ya conocemos, quedando a su vez para el espectador el trabajo de comprender lo que acaba de ver. A esa altura a muy pocos podría pasarle por la cabeza la pregunta acerca de “¿qué pasó con Gavin Elster?”. Pues este es el diablo, así que hasta el fin de los tiempos, hasta que regrese Nuestro Señor seguirá haciendo de las suyas. El asunto es qué hace Scottie con su vida, luego del golpe que la Divina Providencia le ha dado. Los censores creyeron que lo más conveniente era que volviera a los brazos de la razonable Midge, para morir desesperado en sus brazos.

DOS FIGURAS AL MARGEN: ROBERT WALSER Y JACQUES TATI



Los desadaptados de una Europa burguesa que en su adopción de las ideas iluministas –y sus catastróficas consecuencias progresistas- ya no toleraba héroes, pero tampoco signos de distinción de un reposo contemplativo u ocioso, ambas figuras aquí retratadas han querido “desaparecer” o ponerse “al margen”, y quizá por eso mismo inevitablemente se han destacado, en contraste con quienes quieren estar en el “centro” de una sociedad europea que ya no podía sostenerse como “central”, pues había abjurado de su herencia cristiana y por lo tanto había firmado su decaer en todos los aspectos. Figuras laterales y a-históricas o anacrónicas, especie de emboscados o singulares a través del arte cultivado de la observación del detalle que despierta una sonrisa, en quienes no se resignan a dejar de tener un gesto humano. Coincidentes en su observación de lo “pequeño”, tal vez allí y sólo allí encontraron lo que no era falso.

IGNACIO ANZOÁTEGUI Y EL CINE





ENTREVISTA AL DR. ANÍBAL D’ANGELO RODRÍGUEZ

EL CONCEPTO (rebuscado) DEL CINE




martes, 22 de octubre de 2013

ENSAYO - EL CINE Y LA MORAL




“El arte tiene como objeto esencial, y como su misma razón de ser,
el de perfeccionar la personalidad moral que es el hombre,
 por lo cual debe ser él mismo moral”

S. S. Pío XI  1


Un tema que no se puede soslayar, pero que da lugar a equívocos, es este de la moral en el cine. En un tiempo donde la desvergüenza o la hipocresía se establecen para sostener la idea de que la moral cristiana es retrógrada u obsoleta y que, como todo cambia y evoluciona, la moral también lo hace, el cine refleja fielmente estos postulados del mundo moderno, muy sutilmente y casi desde sus comienzos (desde luego, con las excepciones del caso, como las que ya dejamos asentadas en nuestros ensayos y críticas de películas).
Si el cine tiene connotaciones peligrosas para nuestro comportamiento moral ello se debe a que la moral ha sido desligada de la Verdad, y nosotros, receptores cuya oscura mirada necesita ser iluminada por la fe, nos dejamos influenciar por aquello que vemos y nos atrae sin el debido discernimiento. Si no amamos lo suficiente la verdad, poco a poco nos dejamos arrastrar por aquello que se le opone. Las mentes han sido hechas para la verdad, la cual y sólo la cual las hará libres. La inteligencia, sin embargo, sin la gracia, camina ciega hacia el error, y el error afecta al penetrar nuestra inteligencia nuestros actos. Se va formando así, poco a poco, una visión del mundo contraria a aquella que creemos sostener o sostenemos de palabra. De allí lo que Kierkegaard no se cansaba de fustigar: un cristianismo sin cristianos.

LA CONVERSIÓN DE JOHN WAYNE EN EL LECHO DE MUERTE



La conversión de John Wayne en el lecho de muerte

El 11 de junio de 1979 (dentro de pocos días será su aniversario) murió el legendario John Wayne, una de las más grandes estrellas de Hollywood. A los pocos días, se supo que había abrazado el catolicismo en su lecho de muerte. Muchos quisieron desautorizar esa noticia, y la duda permaneció durante algunos años. Tiempo después, cuando las aguas volvieron a su cauce, dos personas muy cercanas al actor contaron lo sucedido: Su nieto, el sacerdote Matthew Muñoz, y su hijo, el también actor Patrick Wayne.

En una entrevista concedida a la prensa, Fr. Matthew Muñoz contaba: “Cuando éramos pequeños íbamos a su casa y sencillamente pasábamos el rato con el abuelo, jugábamos y nos divertíamos. Una imagen muy diferente de la que tenía la mayoría de la gente de él”.

El Padre Matthew Muñoz, nieto de John Wayne.

El sacerdote, que vive actualmente en California, recordó que la primera esposa del actor –y su abuela- Josefina Wayne Sáez fue el principal instrumento que Dios utilizó para evangelizar a la estrella del cine. De origen dominicano, Josefina “tuvo una maravillosa influencia sobre la vida de mi abuelo, y lo introdujo en el mundo católico”.

John Wayne se casó con Josefina Sáez en el año 1933. Tuvieron cuatro hijos; el menor de ellos, Melinda, es la madre del Padre Muñoz. John se divorció de Josefina años más tarde. Por su fe católica, la joven decidió no volver a casarse hasta la muerte de su ex marido, por cuya conversión rezó siempre a Dios.

Wayne y su hijo Patrick.

Fr. Matthew Muñoz tenía 14 años cuando su abuelo murió de cáncer. Siempre recuerda que Wayne tuvo un gran aprecio por las enseñanzas cristianas. “Desde temprana edad, mi abuelo tuvo un gran sentido de lo que era moralmente correcto. Se crió en un mundo regido por principios cristianos y una especie de ‘fe bíblica’ que, creo, tuvo un fuerte impacto sobre él”. También recuerda que “pasado el tiempo, mi abuelo fue involucrándose en la recaudación de fondos para los pobres y para las labores sociales de la Iglesia que organizaba siempre mi abuela, y después de un tiempo, notó que la visión caricaturesca que le habían infundido sobre los católicos no se correspondía con la realidad”.

De hecho, sus siete hijos y sus 21 nietos fueron bautizados en la Iglesia católica. Y su amistad con el director católico John Ford, que le lanzó a la fama con la película La diligencia (1939) se notó con el paso del tiempo.

THE WRONG MAN - ALFRED HITCHCOCK - MÚSICA DE BERNARD HERRMANN




viernes, 30 de agosto de 2013

EL DESCANSO DE CHESTERTON


Un pequeño visitante en la tumba de G.K. Chesterton, en Beaconsfield.

OBSESIONES HITCHCOCKIANAS



Con motivo de cumplirse recientemente un nuevo aniversario del nacimiento de Alfred Hitchcock, un sitio reproduce una serie de esquemas gráficos que a la manera del gran diseñador de títulos Saul Bass diera a conocer The Guardian.
Destaca en primer lugar el que reproducimos acerca de “la Caída”, uno de los temas recurrentes en el cine de Hitchcock que ya habíamos destacado en nuestro trabajo especial didáctico sobre el cine del gran maestro. Lo que no se ahonda en este trabajo gráfico que ahora reproducimos es el porqué de tal idea, lo cual es una de las razones por las cuales no se comprende sino muy parcial y lateralmente la mirada total del cine de Hitchcock, que obedece a su visión católica del mundo.

Otro interesante esquema refleja el pesonaje de “la madre”, en muchísimos films de Hitchcock y, contra lo que uno podría creer o recordar, muchísimas veces positivo. Incluimos debajo el resto del diseño “Saul Bass” de algunos de los temas hitchcockianos.


CÓMO TRATAR CON DELINCUENTES Y POLITIQUEROS



sábado, 3 de agosto de 2013

LA VIDA INTERIOR – G.K. CHESTERTON



La noticia de que unos europeos han naufragado en la costa de una isla desierta es satisfactoria, en la medida en que demuestra que toda­vía hay islas desiertas a las que se puede ir a parar. Además, es tam­bién interesante porque esos hechos recientes confirman los relatos más antiguos. Por ejemplo, los críticos superiores han desdeñado con fre­cuencia los trabajos de Robinson Crusoe, alegando sobre todo que utilizó en gran parte los recursos que contenía el barco naufragado. Pero las personas reales que naufra­garon hace unas pocas semanas de­pendían por completo de sí mismas, no obstante lo cual los críticos no se interesaron por la aventura. Hace unos años, cuando la ciencia física era tomada muy en serio, se escribió un libro para muchachos inteli­gentes titulado La isla Perseveran­cia. Se escribió para mostrar cómo debía haber sido escrito Robinson Crusoe. En este relato, el náufrago no aprovechaba para nada los re­cursos del barco naufragado. Lo ha­cía todo con los materiales brutos que encontraba en la isla.
Claro está que en realidad es com­pletamente injusto comparar Robin­son Crusoe con libros para mucha­chos como La isla Perseverancia o La familia suiza de los Robinson, no sólo porque se trata de una lite­ratura muy superior, sino también porque es literatura con una finali­dad completamente distinta. Compa­rarla con las otras porque en todas ellas la acción se desarrolla en una isla desierta no es mejor que com­parar Cumbres borrascosas con La abadía de Northanger porque ambas se refieren a una vieja casa cam­pesina, o La capilla de Salem con Nuestra Señora de París porque am­bas se refieren a un templo. Robin­son Crusoe no es una novela de aventuras, sino más bien una novela de la falta de aventuras; es decir, en la primera parte, que es la mejor de la obra. Dos veces corre Crusoe al mar desobedeciendo a sus padres y las dos veces naufraga o pasa por otros peligros. La tercera vez tene­mos la sensación de que ha sido ele­gido por Dios para algún juicio ex­traño. Y ese juicio extraño es la idea central y poética de Robinson Crusoe. Es un castigo del cielo n0 por medio de peligros, sino de una seguridad terrible. El salvamento de los bienes de Crusoe, la comodidad relativa de su vida, las riquezas naturales de la isla, sus relaciones humanas con muchos animales…todo ello constituye un marco exquisitamente artístico para la idea terrible de un hombre al que Dios ha arrojado de entre los hombres. Una sim­ple serie de aventuras sucesivas no habría dejado a Crusoe tiempo para pensar, y toda la finalidad de la obra es hacer que Crusoe piense. Es cierto que luego Defoe enreda al protagonista con indios y españoles, y creo que con ello la narración pier­de la nobleza pura de su idea ori­ginal. Es absurdo comparar a un libro como éste con los relatos co­rrientes acerca de goletas, palmeras, alfanjes y cueros cabelludos. La con­denación y maldición de Crusoe no fue una vida aventurera, sino una vida sin aventuras.
Pero esto quizá sea apartarnos del tema, si es que hay un tema. Trate­mos de volver a la isla desierta y a la moraleja que se puede extraer de la aventura de los afortunados australianos. El punto principal y más importante es éste: que cuando uno lee lo ocurrido a esas cuarenta v cinco personas arrojadas a una isla desierta del Pacífico lo primero que siente es envidia. Luego recuer­da uno que sin duda habrá habido inconvenientes, que el sol calienta mucho, que los toldos no dan som­bra hasta que se los tiende, que los bizcochos y la carne envasada pue­den llegar a hacerse demasiado mo­nótonos y que la persona más aven­turera que ha ido a parar a la isla comenzará antes que transcurra mu­cho tiempo a pensar en el problema de salir de ella. Pero sigue siendo cierto que antes de hacerse todas esas reflexiones el alma del hombre ha exclamado como el disparo de un fusil: “¡Qué divertido!” Creo que el instinto del ser humano es algo interesante, y quizá merezca la pena analizar ese deseo secreto de naufragar en la costa de una isla.
Ese sentimiento nace en parte de una idea que está en la raíz de todas las artes: la idea de la separación. La  novela trata de separar a ciertas personas del montón de la humanidad, lo mismo que la estatua se separa del montón de mármol. Leemos una buena novela no para conocer a más personas, sino para conocer a menos. En vez del enjambre zumbador de seres huma­nos, parientes, conocidos, sirvientes, carteros, visitantes vespertinos, co­merciantes desconocidos que nos di­cen la hora, extraños que nos hablan del tiempo, mendigos, camareros y mensajeros de telegramas; en vez de ese enjambre aturdidor de seres humanos con los que nos tenemos que ver todos los días, la novela nos pide que sigamos a una persona (di­gamos al cartero) continuamente a través de sus éxtasis y angustias. Esto es lo que hace que uno se sien­ta impaciente con ese tipo de rebel­de pesimista que está siempre que­jándose de la estrechez de su vida y exige una esfera más amplia. La vida es demasiado amplia para nos­otros tal como es; tenemos que aten­der a demasiadas cosas. Toda novela auténtica es un intento de simplifi­carla, de reducirla a proporciones más sencillas y gráficas. El prosaís­mo que hay en nuestra vida nace principalmente de su rapidez; las personas pasan por nuestro lado con demasiada rapidez para que puedan mostramos su lado interesante. Al cabo de la semana hemos conver­sado con un centenar de pelmazos; en cambio, si nos hubiéramos limi­tado a uno de ellos quizá nos ha­bríamos encontrado conversando con un amigo nuevo, o un humorista, o un asesino, o un hombre que había visto un espectro.
No creo que haya personas vul­gares; es decir, no creo que haya per­sonas cuya vida carezca de interés o cuyo carácter sea realmente inco­loro. Pero lo malo es que uno pue­da verlas tan rápidamente en mon­tón, como un agrimensor, y lleve tanto tiempo el verlas una por una como son realmente, como un gran novelista. Mirando por la ventana veo una callejuela empinada, con una hilera de casitas presumidas que descienden colina abajo en la fila india más decorosa. Si yo fuese pro­pietario de esa calle o un filántropo visitante que me dejara ver en esa calle, me sería fácil abarcarlo todo de una mirada, hacer el cálculo y decir: “Son casas de cuarenta libras anuales.” Pero supongamos que yo fuera el padre confesor de esa calle: ¡qué terrible y distinta me parece­ría! Cada casa se separaría de la vecina como por un terremoto y quedaría sola en un desierto del alma. Yo sabría que en esta casa un hombre enloquece a causa de la bebida, que en aquella otro hombre se ha separado de su mujer, en la inmediata una mujer se halla al borde del abismo, que en la siguien­te otra mujer vive una vida igno­rada que en épocas más devotas habría podido figurar en las hagiografías y convertirse en fuente de milagros. La gente habla mucho de la disputa entre la ciencia y la re­ligión, pero la diferencia más honda consiste en que lo individual es mu­cho mayor que lo común, en que la vida interior es mucho más am­plia que la exterior.
Muchas veces, cuando viajo con tres o cuatro desconocidos en lo alto de un ómnibus, he sentido el impulso violento de arrojar al con­ductor de su asiento, llevar el ómni­bus hasta algún lugar alejado, hacer­los bajar a todos en un campo y decirles: “Quizá no nos volvamos a ver nunca en este mundo. Vamos, entendámonos mutuamente.” No afirmo que el experimento diese buen resultado, pero creo que el im­pulso a hacer eso está en la raíz de toda la tradición poética sobre los naufragios y las islas.


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